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Pedro Mansilla Viedma – Retrato de una marca

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*.. Cuando van a una casa de alta costura americana, les entregan un modelo. Es un 42, un 44 o un 46. Están catalogados según sus dimensiones. Llevan un número. En Paris, tendrán la sensación de que se hace para ustedes un modelo especial, teniendo en cuenta su persona, su carácter y sus costumbres. Entren en las casas de los grandes modistos y sentirán que no están en un almacén, sino en casa de un artista que se propone hacer de su vestido un retrato de ustedes mismas, y a su medida. En cuanto atraviesen la reja de hierro forjado, encontrarán primero un busto arcaico de una Venus antigua. Seyergue en el vestíbulo de entrada, como un homenaje a todas las gracias y a todos los esplendores de la mujer. Después subirán al primer piso, por una es calera de mármol donde encontrarán ciervos de bronce. Simbolizan la elegancia.

Entrarán en unos grandes salones tapizados de rosa y plata, como las grutas de la ninfa Calypso. Si es usted realmente una mujer, no podrà dejar de perder la cabeza delante de los espejos, las luces y los colores suaves, y su sensibilidad se ablandará para recibir las fuertes sensaciones que le esperan. Aparecen los modelos con gracia majestuosa, como divinidades cuyos pies no tocan el suelo. Ningún ruido. Nada de música estridente. Nada de fotógrafos. Es un templo de la belleza, y hay que recurrir a toda la sabiduría y a toda la razón de las mujeres para no caer en las tentaciones que las hostigan. A su lado hay una vendedora, controlando su éxtasis. Si es usted fuerte, todavía está tiempo de levantarse y desaparecer diciendo que volverá pronto, pero si es una mujer, no puede decir que no desea ponerse al menos una de aquellas
maravillas que contienen toda la admiración, toda la ternura, y todo el amor, no nos avergoncemos de la palabra, que puede expresar un artista a través de los tejidos, ¿Soy un loco cuándo intento llevar el arte a mis vestidos, o cuando digo que la alla costura es un arte?…»

PAUL POPET
«En habillant l´epoque»

Elio Berhanyer es uno de esos escasos españoles que ha conseguido ser in mortal» gracias a los libros sobre moda publicados fuera de España. Si tomo como referencia inevitable la «Enciclopedia de la Moda’ de Georgina Ohara, sólo le acompañian Fortuny, Balenciaga, Manuel Castillo, Manuel Pertegaz y Manolo Blahnik en ese exiguo podiurn. Puesta al día esa lista, por supuesto que debía ser más exhaustiva, pero la he empleado deliberadamente así, porque quería demostrar que allí donde sólo caben cinco nombres de la moda española de todos los tiempos, el suyo tiene un lugar.

Con la única excepción de Cristóbal Balenciaga, Elio Berhanyer es el nombre más importante que España dio nunca a la moda. Puedo admitir que algún otro le iguale, mas ninguno le supera. A punto de cumplir cincuenta años de profesión en activo así lo confirman sus dos colecciones anuales en la pasarela Cibeles, Elio Berhanyer es la encarnación de todo lo que España puede hacer en la moda mundial. Desde sus comienzos en los futuristas años 60, su capacidad para interpretar el «estilo internacional» es sólo comparable a su maestría para llevar lo mejor de la cultura española entiéndase por ella, al gusto de Manuel
Azaña, el Museo del Prado hasta sus trajes de cocktail, noche o fiesta. Si un artista es sobre todo, la «cristalización de un estilo que no admite duda sobre su autoría», esa seria la primera cualidad demostrable de su curriculum profesional. Otra cualidad rivaliza con esta genialidad, su capacidad para la literatura, tanta, que de no haber sido diseñador de moda, podría perfectamente haber sido novelista, Sólo la dificultad para escribir como habla, impediría su prodigiosa capacidad para embelesarte con las historias de su vida. La sencillez con la que te cuenta como vestía a Ava Gardner, desnuda frente a él y a un testigo mudo de la escena, ese sudoroso ayudante que aún puede confirmarlo encantado, como conoció a la bellísima amante de un García Márquez entonces casi desconocido, o cómo le dio varias veces la vuelta al mundo gracias a la presentación de sus colecciones en las embajadas de España, tehacen dudar seriamente de si la moda nos quitó a un magnifico novelista. Pocas personas de la España del siglo XX -excepción hecha de algún torero y alguna cupletista-pueden hacer verdad el fascinante mito de ascender, en una sola generación, de niño huérfano -que pasó hambre y que durmió en la calle hasta las más altas cimas de su oficio, la Alta Costura, sin perderse a cambio como ser humano en el camino.

Elio Berhanyer, ejemplo personificado de este milagro escaso por estas tierras, es un extraordinario «diseñador de moda», y lo llamo conscientemente así, porque, aunque el ahora parece denostar el prêt-à-porter y añorar los dorados días de la Alta Costura, su oficio no fue nunca de aguja sino de lápiz, y su gloria, más que en las vaporosas muselinas a las sombras de la noche, estuvo siempre en los impecables trajes sastre bajo las claras luces de la tarde.

Su genialidad, finalmente, más que en ese relamido «aire de salón» que imita hasta la vulgaridad la larga estela de Balenciaga, está en la rebelde independencia de saber decir no a las manidas fórmulas de esa época moribunda, y apostar valientemente por una estética que «baje a la calle», en la que, por cierto, coincidió con los mejores alumnos -Courrèges o el primer Ungaro- del gran maestro de Guetaria. Proverbial en su cualidad de «diseñador de moda», decano para más señas de los creadores españoles de moda en activo-acaba de presentar en Cibeles su colección 106-, añade a ésta la de ser una de las mejores personas que habitan el rutilante, y por lo tanto un poco falso, mundo de la moda. Conocido eufemisticamente, no en balde, desde Rose Bertin a Mallarmé, como «el mundo de las apariencias». A su espectacular curriculum habría que añadir una última cualidad, que le ha de provenir del carácter, cuando no de la durísima vida que le ha tocado en suerte», la de ser un «señor», en una profesión donde esto no «está de moda». Nieto de piconero e hijo de una doncella de la famosa cupletista Dorita «la cordobesa» -la primera mujer del torero Chicuelo, Elio nació en Córdoba en la frontera entre la década de los «felices veinte» y los «terribles treinta». Cuando comenzó la Guerra Civil tenía siete años y, desde entonces, una tragedia imprescriptible acompaña su destino: el fusilamiento absolutamente injusto, absolutamente arbitrario y absolutamente cruel de su padre por los «nacionales». Semejante fatalidad, lo hizo niño huérfano primero, y luego un niño mendigo, que pasó muchos dias hambre, durmió muchos días en parques públicos y hasta tuvo que aprender a leer solo. El día que se puede considerar su debut en la moda, la presentación de una colección de Pedro Rodriguez en su casa de Madrid -acompañando como “estilista» se diria hoy a la actriz Margarita Lozano para realizar la portada de una revista que hacia el Conde de Melgar, un Elio de sólo dieciséis años, no sabía si embelesarse mirando aquel mundo de lujo enmarcado en gris, o esconderse paralizado por la vergüenza de andar aún en pantalones cortos y alpargatas.

De toda aquella infancia inenarrablemente miserable, que empezó como digno mendigo de Murillo en el parque sevillano que lleva su nombre, y no terminó en giocondo de Caravaggio por puro milagro, salió absolutamente solo. Sin tener nada, de aprendiz de todo, con el dolorosísimo sobrepeso de la enfermedad
de su madre torturándolo, fue subiendo lentísimamente peldaños en la prodigiosa España de los años 40 y 50. Una serenidad que no parece sólo fruto de su edad le hace recordar todo este dolor sin ningún rencor, es más, los ojos sólo parecen nublársele cuando recuerda que en Sevilla, donde trabajaba como botones en una empresa de publicidad muy cerca de la alameda de Hércules, por la que pasaba todos los dias para llevar las flores que su jefe le mandaba a su novia -una morena guapísima que vivia en la Barqueta y de la que el parece más enamorado que su jefe, oia unas canciones de Doña Concha Piquer que todavía hoy, si queremos, podria cantarnos aquí mismo.

Admitiendo para sí, y advirtiéndonos a todos nosotros la relatividad de todo su éxito, repite unas palabras que hace algunos años ya me dejaron estupefacto: «toda mi vida me he sentido un impostor…, una persona que no merecía lo que tenia…, una persona llevada en volandas por un éxito que no me corresponde». Intento aclarar a que se debe ese fenomenal «complejo de culpabilidad». Me pregunto qué oculta un hombre, que pasó de no tener nada a tenerlo todo, y no doy con nada escondido en su pasado que justifique esta terrible manía persecutoria. Elio, que ha teniendo la mejor clientela de Madrid desde la desaparición de Balenciaga, que ha diseñado tres veces consecutivas los uniformes de Iberia, ganando un premio internacional en rivalidad incluso con Balenciaga que hacia los de Air France, de qué puede sentirse culpable. Elio insiste en que no tiene el mérito que a veces la gente le otorga, que la gente admira cosas que él no entiende. Busco, y busco, y busco, y sólo puedo encontrar un pequeño detalle donde explicar este permanente deseo masoquista. Elio Berhanyer es realmente Elio Berenguer y, posiblemente, la necesidad de renunciar a ese apellido, que para él sólo significaba desengaño, le llevó a camuflarlo, pero Elio dejó de ser Berenguer, para ser Berhanyer, a la edad de nueve años, cuando aún estaba tan lejos de la moda, y de sus fastos, como pueda estarlo yo del Premio Nobel de Literatura. Él sólo quería borrar de su vida aquel apellido, Berenguer, por el que sentía una mezcla inexplicable de admiración y de odio.

Mucho antes incluso de pensar en la moda, Elio empezó haciendo vestuarios de teatro. Sin dinero, como amateur, con una «lfigenia en Aulide» para los Festivales Internacionales de Santander. Luego volvió a intentarlo con el vestuario de la «La hidalga del valle», un auto sacramental de Calderón de la Barca que Gustavo Pérez Puig, su director, le pidió para la inauguración del Corral de Comedias de Almagro, que acababan de restaurar. El Festival Internacional de Teatro entonces no existía. Estamos hablando del año 1954. Recuerda que era otoño y que en los ensayos hacía un frio horrible… El año siguiente hizo
«Música en la noche» de Priestley, con Miguel Narros, en el teatro María Guerrero. Lo había conocido en las Cuevas de Sésamo, un café con mucho encanto en la calle de El Principe, donde, por la proximidad con el Maria Guerrero, iban muchos actores. Lo veían dibujar sobre los manteles de papel unas extrañas cabezas de Cristo, que hacía casi inconscientemente. Uno de esos días, Gustavo, que entonces sólo era un aficionado, le pidió que le hiciese un vestuario. Elio no había ido al colegio, sólo había sido -como a él le gusta recordar un «botones» en Sevilla… No sabía a que se iba a dedicar, y, encima, era tan tímido, que con sólo mirarle la gente por la calle, se ponía «colorao» como un tomate.

Entre el teatro amateur y la Alta Costura profesional, pasarían muchas cosas, miles de cosas, pero quizás la más importante fue otra casualidad, que terminó siendo fundamental en su vida. La actriz Margarita Lozano, a la que había hecho un traje de terciopelo negro con tul blanco por detrás para esa «Música en la noche» de Miguel Narros, que duró tres días en cartel, y con la que ya había colaborado como dibujante en la revista «Astra» del Conde de Melgar, se lo lleva como «diseñador» a una tienda que acababan de abrir en la calle Ortega y Gasset esquina con Serrano ese mismo edificio de Gutiérrez de Soto que ahora ocupa la joyería Suárez-, y a la que pone por nombre «shopping», una palabra de la que no sabía su significado pero que le gustaba mucho. Empieza a diseñar, y un día una cliente muy especial, ni más y ni menos que la ele
gantísima Conchita Montes, elige un modelo -una falda tableada, un jersey de cuadros y un echarpe- y pide que desde el cercano ABC le envíen un fotógrafo; quiere presentar inmediatamente al «joven artista» en sociedad. Ahí está la primera foto «montando el numerito» de su carrera.

Angel López Merino, un amigo, le deja un estudio vacío que tenía en la calle García de Paredes y otro, Harol López, le presenta a la que luego sería su mujer. Entre todos comienzan a traerle sus primeros clientes, sobre todo mu chas mujeres de la burguesía colombiana que se habían venido a vivir a Madrid huyendo del régimen de Rojas Pinilla. Elio recuerda que en aquellos dias, interesado por esas cosas que le gustaban sin saber muy bien por qué -recuerdese para la ocasión la maravillosa definición que Roland Barthes da de
la fascinación, tirando del hilo, pregunta tras pregunta, llegó hasta a esos es casos “paraisos» que hay en la tierra, la música de Juan Sebastian Bach el primer disco que tuvo en su vida fue la «Pasión según San Mateo». y los libros.

Su primer libro fue «En busca del tiempo perdido», una edición -me especifica- en la que sólo estaban las dos primeras novelas. Las dos siguientes las leyó mucho más tarde y, las otras tres, más tarde aún. Recuerda que sentia una extraña mezcla de atracción, y de rabia por aquellas páginas, porque no entendía nada, pero le daba igual, volvía otra vez a empezar a leerlas por el principio. «Ten en cuenta-me aclara- que yo no sabía leer, es decir, que yo estaba aprendiendo a leer, ni más ni menos que con Proust»… Una locura sólo com- parable a esos esnobismos extravagantes de Borges, que presumía de disfrutar más de «Don Quijote» leido en francés…, o de haber aprendido alemán solo, leyendo a Schopenhauer…, me imagino que su «El mundo como voluntad y representación».

Otra vez por casualidad -esto parece una novela de Max Frisch-, Elio comenzó a hacer los escaparates de una peluquería que Elizabeth Arden tenía en el numero 4 de la Plaza de la Independencia. Una especie de enormes sombreros de paja con flores de hojalata, que los artesanos más variopintos de Madrid le hacían expresamente para la ocasión. Dos sombreros espectaculares, dos sombreros de decoración y nada más, que nunca pensó que nadie pudiese ponerse, pero que la Marquesa de Llanzol, que era algo así como el árbitro de la elegancia madrileña de la época, se llevó para ponerse y ya lo creo que se lo puso!, para ir al Club de Campo, el lugar más rematadamente «in» del Madrid de la época. El otro lo compró Trini Fierro que, como dicen los castizos, «tampoco estaba manca». Jacqueline d’Foissac, una mujer guapísima, elegantísima, y con un gusto extraordinario (terminó decorando palacios en Marrakech, entre ellos la casa de Yves Saint Lauren o la del mismísimo Rey de Marruecos), que entonces era la directora de la tienda de Elizabeth Arden, le cogió bajo su protección y no sólo siguió pidiéndole más y más escaparates, sino que le propuso que hiciese pequeños desfiles para que los viesen las señoras mientras estaban en la peluquería. Elio recuerda que no tenía ni una «gorda»…, así que, gracias a ese amigo que le había dejado un estudio en la calle García de Paredes, a la ayuda de la novia de otro amigo de Sanlúcar que había estudiado corte y confección, y al verdadero milagro de que en la tienda Zorrilla de la calle Serrano, donde Juan Ruiz-Vernacci (otro amigo de muchas aventuras que entonces sólo era un dependiente) le consiguió que le fiasen las telas…, pudo hacer su primer desfile» Todo estaba preparado para el «estreno». Sólo faltaban las modelos. Entonces pensó que otro amigo, Jaime de Mora, que tocaba el piano en un club que había en la calle Maria de Molina -cerca del edificio de Torres Blancas donde ahora hay un restaurante chino., que conocía a muchas mujeres guapas, le ayudaría.

Jaime le presentó a una novia que tenía entonces, una modelo francesa, «un poco mayor, unos treinta años, pero eso no importaba aclara Elio- entonces las modelos no eran tan jóvenes como ahora». A los pocos días Jacqueline ya había conseguido venderle los tres primeros trajes, «a cinco mil pesetas cada uno, total quince mil pesetas! En aquella época una barbaridad… No sé el precio de un coche». Los había comprado la hermana de Elisabeth Arden, la Vizcondesa de Montblanc. Eso era el año 1958 ó el 1959. Elio recuerda «milimétricamente» aquel traje de faya verde, con la falda llena de rosas bordadas -que le había encargado a una señora que hacia flores de papel, muy cerca, en la calle Salustiano Olozaga, pero en tela. No es para menos, aquel era el primer vestido que vendió en su vida. Tras tan inesperado descubrimiento, la Vizcon-
desa de Montblanc estaba empeñada en que Elio se fuese a Nueva York, a diseñar para su boutique. Pero le dijo que no…. «porque en ese momento, inocente como un cubo, creía que el futuro de la moda mundial pasaba por Madrid.

Así que le propuse que se lo dijésemos a un chico que dibujaba para Herrera y Ollero, un joven que acababa de llegar a Madrid acompañado de Aino, una mujer finlandesa espectacular, y una niña pequeña y que para más detalle vivían en una pensión de la Gran Via-. Aceptan. El personaje era Oscar de la Renta».
El negocio iba tan bien, que decidió establecerse seriamente. Se fue a un chalecito que había en el número 124 de la calle Ayala, propiedad del torero Domingo Ortega. No tenía ni «un duro», pero consiguió que su mujer, M’ Victoria, una gran cliente de la que hay varias prendas en la exposición, se lo alquilase sin exigirle el dinero de la fianza. Abrió su casa» presentando la colección Otoño-Invierno 60% La continuación de esta aventura ya es Historia. Comenzó a hacer desfiles, oportunidad inmejorable para experimentar muchas cosas de las que se considera un innovador. Es el primero que pone música en los des files, el primero que se refugia en los escenarios «blanco espacial» de la formica, el primero que utiliza a chicas de la «buena sociedad» -así conoció a Charo Montarco, en vez de modelos profesionales, ya que éstas tenían fama de
mujeres déclasée por decirlo con maneras de Cecil Beaton-, ya saben, esas chicas a las que un señor de Madrid les ponía un piso y todo eso. Además, a Elio le gustaba que las mujeres fuesen señoras, no niñas, «por eso las cogía de treinta años» y, por último, hace una cosa de la que se siente especialmente
orgulloso, por ser la más innovadora, según él, invitar a sus desfiles a dos hombres por cada mujer. Queria que los hombres, que nunca sabían de quién era un vestido, cuando vieran uno suyo, dijeran inmediatamente, ése es un «berhanyer». Alli estaban la flor y la nata de los play boys de Madrid, empezando por el Marqués de Cubas que entonces salia con la guapisima Soraya-, o por Paco Muñoz, que iban como locos, no nos engañemos -advierte Elio-, sobre todo, a ver a las chicas».

En ese mismo aire de exultante modernidad, cuando abrió su boutique en Barcelona, en el número 17 de la calle Bori i Fontestà un proyecto de Elio firmado por los arquitectos Moll Casañes y Pinilla Martin-, todo inmaculadamente blanco, la gente creyó que aquello no era una tienda de moda sino una galeria de arte. Recuerda que el primer escaparte era un montón de huevos, una auténtica pirámide de huevos… Supongo que alguien brindaria: ¡Viva Dalil. No termina ahí su fascinación por los huevos, también estarían pre-
sentes en sus inconfundibles botones… Cuando Elio llegó a la moda, en los años 60, los botones eran pequeños, y, en su manía de hacer lo contrario de lo que hacia todo el mundo, empezó a diseñar grandes botones de metacrilato, de plástico, de metal… Primero los vendió a las modistas en su tienda de Juan de Mena, luego los comercializó Santa Eulalia. En todos estaba grabado «Elio Berhanyer» por detrás. En un reportaje publicado en «Vogue» no hace mucho tiempo, se pudieron ver algunos que Santa Eulalia conservaba todavia.

Aquellos años 60 fueron una auténtica «edad de oro», donde las anécdotas se superaban asi mismas. La mejor, quizás una protagonizada en el año 1966, otra vez por la Marquesa de Llanzol, buscándolo, con los acomodadores linterna en mano en mitad de la película, por todos los cines de Madrid -no me digan que Madrid no era un pueblo para invitarlo a cenar en su casa. Quería conocerlo Balenciaga, que había visto un traje pata de gallo beige y blanco- que le había hecho Elio, mezclando el cuerpo «al hilo» con las mangas «al bies».

Balenciaga le había preguntado quién se lo había hecho y la Marquesa, como si Madrid fuese de ella -quizá si lo era, se fue a buscarlo para tenerlo ese misma noche delante del gran don Cristóbal. De él recuerda «su sobriedad vistiendo, su timidez y sus zapatos entre marrones y burdeos, destacando contra su traje azul marino, su camisa blanca y su corbata negra». Balenciaga le propuso que se marchase a trabajar con él, y Elio, ante el estupor de la Marquesa de Llanzol, le dijo que no, también porque le parecía que llegaban los
buenos tiempos para la moda de España. Tenemos como testigo de excepción a Sonsoles Díaz de Rivera para que confirme, si fuese necesario, que durante muchos años, cada vez que su madre lo veia, volvía a regañarle por su soberbia de españolito pretencioso.

De los diez o quince nombres de la moda de entonces, el maestro indiscutible era Balenciaga, luego estaban Pertegaz y Elio, y después Herrera y Ollero. Ahí termina el escalafón los que podemos llamar los creativos»…; luego estaban Vargas Ochagavía, Lino, Marvel, que eran buenos artesanos» y, en Barcelona, Pedro Rodríguez, Asunción Bastida, Carmen Mir, Pedro Rovira y Santa Eulalia. Herrera y Ollero le copiaban bastante, cambiando pequeñas cositas, claro. Elio recuerda que Rafael Herrera le decía: “hemos cogido un vestido tuyo blanco y negro y te lo hemos copiado… ¡no te importa, verdad…?» «Tenia un éxito enorme… y, desde luego-me añade-, ellos eran mucho más baratos». El más caro era Balenciaga, después Pertegaz y después Elio, y los tres mucho más caros que los demás. Le hicieron muy famoso sus «reversibles», los hacia
muy bien. Pone como testigo a la mujer de Ruiz-Vernacci, que se había hecho uno de aquellos abrigos y que, entusiasmada, le decía que le habían preguntado por la calle, en París, de quién era aquel abrigo. Esa misma anécdota la repiten otras dos clientes excepcionales, Julia Domni Orfanidis y Carmen Chinchilla, que la vivió en la tienda de Courrèges en Paris.

Cuando cerró Balenciaga, muchas de sus clientes más espectaculares se fueron con él, la Marquesa de Llanzol, las March, las Fierro. Vamos, lo mejorcito de la época. Llegó a contar con ciento cuarenta personas en el taller de Madrid y sesenta en el de Barcelona. Un éxito atribuible, sobre todo, a su indiscutible es-
tilo. «Hacia algo diferente-subraya Elio. Todo mi sport era durísimo…, pero la noche era más romántica. Lo duro no lo veía en la noche». Todavía en una de

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